sábado, 18 de agosto de 2007

LA ANTIGÜEDAD TRANSNACIONAL DEL FENÓMENO “NOCILLA”
Un llamado epistolar a la revisión de los antecedentes

¿A qué agregar a los límites naturales que nos
impone el hábito los de una teoría cualquiera?
Las teorías, como las convicciones de orden
político o religioso, no son otra cosa que
estímulos. Varían para cada escritor. Whitman
tuvo razón al negar la rima; esa negación
hubiera sido una insensatez en el caso de Hugo.
Jorge Luis Borges

Respetado señor:
Vicente Luis Mora

Antes que nada, y porque prefiero evitar la intervención anónima, me presento para respaldar lo que al debate sobre la “Generación Nocilla” quisiera añadir. Mi nombre es Catalina García García-Herreros y mi pasaporte es colombiano. Soy Licenciada en Física, máster en Física del Estado Sólido, actualmente estudio Filología Hispánica en la Universidad de Salamanca y, de manera simultánea, adelanto cursos del doctorado en Literatura Hispanoamericana en la misma universidad.

La razón por la que escribo este comentario es porque, habiendo rastreado con minuciosidad de física investigadora todas las aristas de este debate generado en torno a la reciente apodada “Generación Nocilla” —tanto en la entrada del 19-07-07 de su bitácora (vicenteluismora.blogspot.com) y los 173 comentarios anexos, como en la creada por Miguel Espigado con diversas etiquetas sobre el tema (generacionnocilla.blogspot.com)—, me he encontrado con sintagmas como «narrativa mutante», «embrión de red literaria» y con afirmaciones como la siguiente: «Estos autores son cosmopolitas, han viajado, tienen una gran familiaridad con la televisión, están sometidos a influencias muy diversas -y casi ninguna tiene que ver con la palabra escrita-, conocen y se sirven de las nuevas tecnologías» (José Andrés Rojo, El País, 30-6-07). La cuestión tratada y contenida en frases como éstas me ha resultado familiar, repetidamente familiar. La familiaridad es tan contundente que mi curiosidad, atizada por el temor de que se esté dejando en el olvido algo importante, exige de mis vacaciones y de mi memoria el esfuerzo de traer a la superficie del teclado algunas de las claves que explicitan este llover sobre mojado. Paciencia y barajar. Aquí están ellas expuestas, documentadas y ordenadas.

1. Sobre el término “mutante”

Lo primero que me llama la atención en los textos de tan provechoso debate es la constante aparición del rótulo “mutante” asignado a la representación de una tendencia narrativa de actualidad que, a diferencia de la que usted ha llamado “tardomoderna” tomaría sus referencias y sus recursos narrativos de un mundo mediatizado por la tecnología y por las estrategias de mercado. La cuestión sobre la delimitación de lo que dicho rótulo expresa se articula en torno a las ideas que usted ha desarrollado en su último libro y los puntos de vista que, sobre el particular ha comentado el escritor y crítico literario Juan Francisco Ferré. Para los dos «lo mutante representa buena parte del futuro» y ambos han dedicado una buena cantidad de su estudio a sistematizar el contenido de dicha nueva categoría. La conversación que sostienen en el debate aludido es encomiable por su prolijidad y precisión. Sin embargo, llega un momento del diálogo en el que mi entusiasmo se detiene. Ponderando las intuiciones que ustedes han seguido para emplear el calificativo “mutante”, Juan Francisco Ferré expresa que lo suyo correspondió a «una tentativa de aclimatación del avant-pop al ecosistema español, un intento de definir una línea narrativa autóctona que pudiera emparentarse con ese fenómeno transnacional» y luego afirma que: «La “narrativa mutante” constituye para mí, por tanto, cinco años después de haber acuñado el concepto, la oportunidad más provechosa de renovación narrativa para un sistema literario como el español que se caracteriza por su discontinuidad y conservadurismo». Es el reclamo de autoría terminológica contenido en esta aserción lo que provoca mi total desconcierto. Yo creo que compete también a esta crítica del siglo XXI indagar cuánto de inédito y cuánto de reciclado hay en las nuevas denominaciones, antes de que éstas resulten en categorías. Un trabajo de investigación tiene el requisito de ser exhaustivo en el seguimiento de los posibles antecedentes y es en este último sentido en el que me pronuncio.

Teniendo en cuenta que usted se ha mostrado interesado en el uso bien delimitado de los rótulos que nombran los conceptos —como cuando dice en su conversación con Juan Francisco Ferré: «siempre aclaro antes los términos de cierre conceptual, para no hablar sobre o desde el vacío, sino poblando de referencias las etiquetas», antes de extenderse en una genealogía admirablemente rastreada del marbete “posmoderno” aplicado a la arquitectura, las artes y la literatura— y considerando que comparto con usted ese interés en la claridad conceptual y en el conocimiento de los avatares de las etiquetas, me parece relevante aclarar que el término “mutante”, usado para describir una peculiaridad nueva de la producción literaria actual, se acuñó con anterioridad a la fecha que usted menciona.

En el año 2002 el escritor y médico colombiano Orlando Mejía Rivera, autor de Pensamientos de guerra [Barcelona, Littera, 2003], publicó un libro titulado La generación mutante: nuevos narradores colombianos [Manizales, Editorial Universidad de Caldas, 2002]. Como el título lo indica, en su texto, Mejía Rivera propone la existencia de una generación en Colombia de narradores mutantes en la que incluye, de modo preliminar, a siete novelistas contemporáneos menores de 50 años quienes, por una parte, representan una «estética de ruptura con respecto a la narrativa colombiana tradicional» (2002, 31) y, por otra, comparten «cierta afinidad estética, temática y formal en sus narraciones» (32).

El libro contiene una serie de entrevistas realizadas por el autor a los narradores mutantes y reseñas sobre algunas de las obras más representativas. Incluye, además, un enjundioso prólogo en el que Mejía Rivera enumera los rasgos temáticos y estructurales que le animan a considerar a los mutantes como grupo[1] (él los reúne como “generación” aunque, al igual que usted, considero inapropiado el uso actual de una palabra que ha perdido contundencia y brillo conceptuales) y explica las razones por las que propone acuñar la rúbrica “mutante” para dichos novelistas. Es importante señalar que, según Mejía Rivera, el grupo de estos narradores incluiría a muchos más escritores de los que se cuentan dentro de su libro[2]. Mejía es cuidadoso al respaldar su denominación con la explicación de cuatro de los significados que pueden sustentar dicho concepto y la manera como estos son aplicables tanto a la obra como a los autores de dicha generación. Así, según este autor, el adjetivo “mutante” apela de manera concomitante a 1) la hibridación de géneros; 2) la influencia en la nueva novelística de los cómics, el cine, la televisión y los subgéneros literarios de la cultura popular (novela policíaca, novela negra, novela de terror y fotonovelas románticas; 3) la combinación de “literatura experiencial [sic]” (48) o autobiográfica con los códigos de la intertextualidad; la tendencia pluridisciplinaria en cuanto al oficio y preferencias de los autores[3] y 4) el desarraigo geográfico y cultural.

Pero la antigüedad de dicho uso de la palabra mutante —que recuerda al Universo Marvel de Stan Lee—, me refiero a la aplicación específica del término para calificar un modo peculiar de creación literaria, no se remonta sólo hasta Mejía Rivera. En uno de mis trabajos sobre la novela Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos[4] (trabajo tutelado de doctorado que ha sido aprobado por el comité de evaluación de la Universidad de Salamanca) he señalado que, antes que Mejía Rivera, el sintagma “generación mutante” había sido acuñada por el crítico uruguayo Hugo Achugar quien, en su reseña de 1994 “Humanismo en época de mutaciones: 18 años de poesía de Rafael Courtoisie” publicada en Brecha, [2 de septiembre de 1994, p.22] dice:

Artísticamente bautizados en plena dictadura, los hombres y mujeres de esta generación han vivido y sobre todo han creado en una de esas épocas en que las transformaciones culturales, sociales y políticas se concentran con una fuerza inusual. [...] Es posible que en unos años más se les pueda llamar la “generación de los mutantes” pues su época es la de una mutación civilizatoria y no simplemente la de un cambio mayor en la cuenta de los siglos o la del tránsito de la dictadura a la democracia. [La negrita es mía].

Al leer detenidamente el libro de Mejía Rivera (2002) y la reseña de Achugar (1994) asistimos a uno de esos momentos en los cuales se concreta el excesivamente aludido Zeitgeist hegeliano. Los dos refieren el mismo fenómeno mediático, tecnológico y global que está marcando de una manera peculiar la producción literaria de sus respectivos países. Y en tal intento de comprensión continúa Achugar leyendo su contexto, acotando un concepto y definiendo:

El mutante es el que muda, el que cambia, el que se mueve, el que inventa inventándose. Y esta época de grandes migraciones, de traslados planetarios y simultaneidades telematizadas tiene como personaje central aquél que se desplaza y cruza fronteras cambiando de estados y de estado. El cambio, la mudanza, la mutación y la invención como signo del tiempo y del vértigo de estos tiempos: eso vive, real y sobre todo simbólicamente esta generación. (ibíd., 22).

Así pues, virtualidad —«la realidad de esta generación es cada vez más virtual y menos empírica» (Mejía Rivera: 2002, 48) — y cosmopolitismo —«se genera una nueva narrativa cosmopolita nacida, en buena parte, de la sensación de pertenecer a cualquier lugar del planeta y, a la vez, no ser de ningún lado» (ibíd.)—, considerados como fuentes temáticas, referenciales y estructurales de una narrativa mutante hispanoamericana, encuentran, poco tiempo después, su correlato idéntico en la crítica literaria de la Península cuando Juan Francisco Ferré, según apunta en el debate, trata de precisar «otra comprensión de lo postmoderno literario o ficcional con el término metafórico “narrativa mutante”/ “narrador mutante”» en su artículo “El relato robado. Notas para la definición de una narrativa mutante” publicado en Quimera 237, 2003.

Entiéndaseme bien. Yo no pretendo reclamar autorías terminológicas haciendo alardes de anacrónicos orgullos nacionales. Mi intención es establecer precisiones que nos sirvan a todos. Es incorrecta la afirmación de Juan Francisco Ferré sobre su acuñación del término mutante si aquélla es enunciada sin añadir que tal término ya estaba acuñado en otro ámbito de producción literaria y que Ferré, al igual que usted en fecha posterior, han recuperado dicho rótulo y lo han redefinido para el territorio español.

Coincido con casi todos los participantes del debate en la certeza de que el fenómeno de la “Generación Nocilla”, asociado a las distintas narrativas mutantes, es un síntoma generalizado y transnacional. Suscribo a Germán Sierra cuando dice que «esta no es una “cosa” propia de la literatura española, ni siquiera de la literatura, sino que responde a una problemática de la expresión artística contemporánea en un mundo en el que, entre otras cosas, han desaparecido las fronteras geográficas, idiomáticas y metodológicas» y a Jordi Carrión cuando se pregunta y contesta « ¿"joven" "narrativa" y, sobre todo, "española"? […] la "españolidad" es poco más que una convención en una red de influencias, préstamos y diálogos transculturales y sobre todo internacionales». Considero que la crítica de la literatura hispana actual debe considerar todos los eslabones que, atados por influencias explícitas o por analogías contextuales, la han traído hasta aquí y la pueden seguir llevando en una dirección que nos revele esa «visión del conjunto del movimiento» por la que aboga, en el mismo debate, Miguel Espigado. El trabajo posterior, una vez especificada la diversa procedencia de la categoría “narrativa mutante”, consistiría en verificar cuánto se parecen las obras de los mutantes colombianos y españoles, establecer relaciones entre estos y otros autores de novela en español y unificar el concepto.

2. Los antecedentes inmediatos

A la pregunta que a usted y a Juan Francisco Ferré les expone, en el diálogo aludido, Jorge Carrión: « ¿quiénes son los que sentaron las bases de la red de la que estamos hablando? ¿Quiénes son los “padres” o “padrastros” de entre los nacidos en los treinta, cuarenta y cincuenta? En tres ámbitos: España, América Latina, Estados Unidos/Europa», pregunta a la que usted, con acierto y amabilidad, contesta: «esa cuestión creo que no se responde con un post, sino con un ensayo», yo aventuro una respuesta parcial que no informa sobre los “padres” o “padrastros” sino sobre “hermanos” coetáneos hispanoamericanos: McOndo y el Crack. Y los postulo como “hermanos” por dos razones:
1) El manifiesto del “Crack” mexicano —firmado en 1996 por Jorge Volpi (1968), Ignacio Padilla (1968), Vicente Herrasti (1967), Eloy Urroz (1966) y Ricardo Chávez Castañeda (1961) — en su reclamo por un regreso a la “novela profunda” participa de la tendencia avantpop (superación del pop), concepto que ha sido adaptado para la literatura en español por Eloy Fernández Porta (AfterPop).
2) En el prólogo del texto McOndo: una antología de nueva literatura hispanoamericana [Barcelona, Grijalbo-Mondadori, 1996], sus editores, los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, ya proponen la existencia de una mega red literaria en concordancia con la universalización, por vía mediática y tecnológica, de los referentes culturales.

Pero vamos por partes. En 1996 vieron la luz, en México y Chile, dos manifiestos literarios que le tomaban el pulso a una situación latente y, en aquel momento, apenas desvelada. Los escritores mexicanos agrupados bajo la rúbrica “Crack” hablaban en el suyo de la necesidad de eclipsar, de manera definitiva, «la literatura de papilla-embauca-ingenuos, la novela cínicamente superficial y deshonesta» e insistían en la recuperación de la literatura como medio de indagación y de renovación formal independiente que no se moldea según las imposiciones del mercado.
Ahora bien, encuentro un paralelismo notable entre aquel empeño de los escritores del Crack y el propósito de los narradores posmodernos quienes, según el estudio que usted ha realizado en su libro La luz nueva, han evitado conscientemente los atajos formales de la producción “tardomoderna”; han repudiado esa reticencia experimental tardomoderna cuyos autores, en opinión de Juan Francisco Ferré, «se apuntan al realismo reciclado, al pastiche seudo-postmoderno o al subgénero con ínfulas, sin haber dado pruebas de compartir principios estéticos diferentes del mercado», este «mercado mayoritario donde triunfan el realismo más pedestre o la evasión pura y dura».
La aspiración de una novela que cuide más la elaboración idiomática y al lector inteligente (y menos a los listados de más vendidos) expresada hace once años por los miembros del Crack mexicano entronca, según mi parecer, con esa vertiente de superación del pop que lleva señales de un saludable regreso a una especie de estética de la dificultad, tan acorde con este posbarroquismo en el que navegamos. [Digresión mínima: ¿Por qué no pospop en lugar de afterpop? Así podríamos evitar el anglicismo prefijoide].

El otro manifiesto, a la manera de prólogo de la mencionada antología McOndo, firmado por Fuguet y Gómez, anticipa, de manera casi literal, algunas de las opiniones expresadas en el debate sobre la “Generación Nocilla”. Cito a continuación un fragmento de dicho documento:

El verdadero afán de McOndo fue armar una red, ver si teníamos pares y comprobar que no estábamos tan solos en esto. […] Comprobamos que cada escritor ha elegido el camino que más le acomodaba, con los temas que consideraba más adecuados. ¿Trabajo inútil entonces? Creemos que no: debajo de la heterogeneidad algo parece unir a todos estos escritores, y a toda una generación de adultos recientes. El mundo se empequeñeció y compartimos una cultura bastarda similar, que nos ha hermanado irremediablemente sin buscarlo. Hemos crecido pegados a los mismos programas de la televisión, admirado las mismas películas y leído todo lo que se merece leer, en una sincronía digna de considerarse mágica. Todo esto trae, evidentemente, una similar postura ante la literatura y el compartir campos de referencias unificadores. Esta realidad no es gratuita. Capaz que sea hasta mágica. (Alberto Fuguet y Sergio Gómez, Santiago de Chile, marzo de 1996). [La negrita es mía].

El debate sobre Generación Nocilla colgado en su bitácora es unánime en la noción de red literaria. Agustín Fernández Mallo expresa que «no existe una generación sino una red», en el que cada uno de nosotros funciona como un «nodo de una red horizontal». Germán Sierra apunta que «lo que se ha venido gestando durante estos últimos años es un embrión de “red literaria” lo más abierta posible en la que cada cual es responsable de sus opiniones críticas y estéticas». Y luego usted hace una elogiosa defensa de la crítica-red que yo no puedo menos que aplaudir. La simetría de los enfoques en el Chile de 1996 y la España de 2007 es evidente. Los conceptos se desplazan como una función continua en la isotropía del espacio-tiempo. Se habla de una red de referencias individuales homogenizadas por un sustrato virtual y mediático común. El sentimiento de reiteración es inevitable al comparar el fragmento citado de Fuguet y Gómez con la siguiente afirmación de Fernández Mallo:

Se me hace bastante evidente que como habéis ya apuntado no existe una generación sino una red. Esa es para mí una buena palabra. Si de algo valió el Congreso de Sevilla fue para constatar que cada cual tiene su estética, que cada cual tira por su lado, que a cada cual entiende el proceso de creación como un acto de pura individualidad, y que además, esa individualidad se reivindica. Yo el primero. Lo que sí hay es esa red que se fundamenta en un estrato sociológico común: cómo nos afecta y cómo nos ha educado la sociedad que nos rodea.

Todos, de una manera u otra, situados ante el mismo canal. El fenómeno Nocilla me ha resultado una forma clonada de lo que, en su tiempo, suscitaron la antología McOndo, el manifiesto del Crack y el libro de Mejía Rivera sobre los narradores mutantes colombianos. Todos los creadores incluidos en dichos grupos comparten el ser cosmopolitas, el derribar la verticalidad de las jerarquías y la fuerte predilección por el abandono de etiquetas nacionales para sumergirse en un nuevo mundo de homogeneidades indistintas e indiscriminadas: esa homogeneidad virtual cuya posibilidad más ambiciosa reside en la red.

Estamos vislumbrando un cambio. Asistimos a una superación de ciertas proclamas sobre el “fin de la historia” que, por un instante, nos convencieron del estancamiento. Nuestras elaboraciones artísticas están desbrozando uno de los cantos de la realidad que, gracias a este ejercicio, se ha vuelto más visible.

Jorge Carrión, en su carta a José Andrés Rojo a propósito de la “Generación Nocilla”, dice que «superado el compromiso con un partido, queda el compromiso con una cierta idea de progreso». Lo creo. Aunque el progreso en el que creo no es la utopía que consiste en la sustitución lineal de tiempos históricos. Mi creencia en el progreso es mucho más moderada y humilde: creo en una superposición de órdenes coexistentes que, en una lucha de fuerzas, se debaten por dominar el espacio de un determinado lapso temporal. Una vez puesta alguna de esas tendencias en circulación, y siguiendo la democrática ley de la entropía, se extenderá por todo el espacio libre que encuentre hasta llegar al equilibrio.

Hasta aquí mi contribución a la anhelada visión de conjunto. Otras consideraciones, espero, serán parte de nuevos diálogos. Agradezco enormemente la posibilidad de interlocutores.

Gracias a usted y a Miguel Espigado por las ventanas-bitácora que han dispuesto para que los interesados hagamos oír nuestro teclado en este debate.

Muy atentamente,

Catalina García García-Herreros
(Bucaramanga, 15 de agosto de 2007).
[1] Los rasgos mencionados por Mejía Rivera son, en su orden: 1) la remitologización de temáticas universales y revisitación del pasado; 2) la hibridación de la cultura popular y de lo urbano; 3) el escepticismo ideológico y la ironía crítica; 4) la literatura en español sin pretensiones de escrituras regionales, nacionales o universales; 5) la muerte del autor; y 6) las tecnologías digitales. (Cf. Mejía Rivera, óp. cit., pp.49-58).
[2] Sobre el método de selección de escritores hace la siguiente salvedad: “los autores de esta investigación han sido escogidos como una muestra ilustrativa de un grupo mucho más amplio, que sólo por razones metodológicas (extensión del libro, fase inicial del estudio) no se analizan en este texto.” (ob.cit., p. 32). Los autores seleccionados son: Juan Diego Mejía, Julio César Londoño, Rigoberto Gil Montoya, Santiago Gamboa, Octavio Escobar Giraldo, Philip Potdevin, Héctor Abad Faciolince y Jorge Franco Ramos. La muestra más amplia incluiría, entre otros, a Fabio Martínez, Laura Restrepo, Javier Echeverri, Libardo Porras, Hugo Chaparro Valderrama, Enrique Serrano, Pedro Badrán, Boris Salazar, Rafael Chaparro Madiedo, Susana Henao, Consuelo Triviño, Julio Paredes, Juan Carlos Botero, Andrés Hoyos, Mario Mendoza, Efraim Medina y Juan Gabriel Vásquez. (cf. ob. cit., p.33).
[3] Se refiere a los escritores que « [...] tienen uno o más títulos universitarios de campos humanísticos y tecnocientíficos [sic], que son jugadores activos de Ajedrez o, incluso, de básquetbol o atletismo y que, en general, nunca han padecido el síndrome de “escritores malditos”. Por lo tanto, más que soñar con una futura obra en medio de la ebriedad o la drogadicción, han tenido la disciplina del trabajo creativo constante y se explica así la significativa y diversa cantidad de textos que han elaborado algunos a pesar de su juventud.» (ibíd., pp.47-48).
[4] La dialéctica de la violencia en Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos. Universidad de Salamanca, ©Catalina García García-Herreros, 2005.

1 comentario:

Miguel Pérez dijo...

A mí me parece que todo esto sobra, que todo esto no es más que un trabajo cuyo valor es meramente administrativo. A escribir coño!